Marchó de esta ciudad la inocencia
cuando se llevaron los tranvías.
Con los aparatos rotos y lentos,
también se fue la ternura que
tienen las vidas cotidianas
por los asuntos sencillos.
Los automóviles han sido siempre uno complicado.
Nadie pensaría en ellos como idóneo escenario
para todas y cada una de las cosas –bellas o no-
que la vida procura.
Ésta fue siempre más hermosa con tranvías.
Su cuerpo metálico, sus pies de arraigo,
supusieron durante tiempo y tiempo; horas y horas
de andar subiendo y bajando película
a los cinematógrafos.
Tiempo y tiempo; horas y horas
de diálogos y emociones; de crepúsculos
y auroras; de contiendas, deserciones
y triunfos.
Recuerdo aún los raíles sujetos al paseo.
Me parecieron siempre huellas indelebles
del elefante que dormita.
Ahora regresa a su dominio;
el enorme paquidermo despierta
fortalecido de su letargo.
Ya no es lento, no está roto. Con él volverá
la inocencia a invadir de esta ciudad sus calles
y podré enamorarme sobre su lomo
como no me dejaron hacerlo entonces.
Entonces, cuando yo tenía un año tan sólo,
uno tan sólo, y nos arrebataron los tranvías.
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