miércoles, 21 de abril de 2010

LAS MANOS FRÍAS

Él estaba enamorado de ella. Ella nunca lo estuvo de él. Nunca hubo un espacio para ambos. Jamás una inquietud en los comportamientos de ella por verse, sentirse y olerse más allá de unos minutos. Un muy breve lapso de tiempo a todas luces insuficiente. Él predicaba su amor en cuentos y poemas. Lo predicaba con su forma de hacer, su estilo en la palabra, su desarrollo del día. Lo formalizaba con su actitud novelesca de muchacho cautivo. Ella no lo hacía.


Con el tiempo, se desvaneció la ilusión por el día después, por la cena en común o por el reencuentro deseado. Los días se hicieron grises y las noches parecían ser el sonido de la soledad hecho porción de existencia. Seguían juntos pero no había nada que, en verdad, fuera suyo; ni los besos, ni las caricias, ni los espacios.


Él estaba enamorado; su corazón latía sólo en dirección a ella y como había latido, en un principio, intenso. Como lo había hecho, en los inicios, fortalecido. Como lo había hecho, cuando empezaron, impulsando enormes cantidades de sangre hasta cada uno de los extremos de su cuerpo pues cada uno deseaba experimentar, conocer, tomar parte de su enamoramiento.


Pero ella se llevó la ilusión y la ilusión se llevó consigo aquella forma de latir y el corazón pareció detenerse algo, ralentizarse, venirse abajo como lo hacen las hojas de los hayedos en el otoño. Cada beso suyo era un puñal envenenado, cada abrazo un dardo en la carrera, cada te quiero una descarga. Y con cada una de aquellas vacías muestras de cariño la musculatura cardiaca de él se desarmaba un poco, perdía fuerza, se desfondaba. Al final ya no hubo sangre que impulsar a cada extremo de su cuerpo pues ninguno de ellos quería saber nada de aquel fluido envenenado que ya no embriagaba.


El día que su corazón inicio su cansancio todo le resultó distinto. De repente parecía costarle mucho más. Desde atarse los zapatos en la mañana a colocarse las dos piezas de su pijama por la noche; todo le requería un mayor esfuerzo. Incluso se le comenzó a agrietar la sangre, a cuarteársele la sangre en las arterías. De tanto como se le cansó, apenas le llegaba ya a las manos, teniendo siempre las manos frías.

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